miércoles, 20 de enero de 2021

PROTEGIENDO EL HONOR DE LA PUTA BANDERA

 

Publicado en CTXT, el 19 de diciembre de 2021

En una controvertida sentencia del 15 de diciembre de 2020, publicada solo un mes después, el Tribunal Constitucional ha rechazado el recurso de amparo interpuesto por un sindicalista gallego condenado por ultrajes a la bandera durante una protesta laboral.

Los hechos son sencillos. Se remontan a la lucha laboral de los trabajadores de limpieza en una base militar con protestas diarias durante el acto solemne y matinal del izado de la bandera. Un día, mientras los soldados escuchaban el himno nacional, el recurrente –representante de la Confederación Intersindical Galega– gritó (en su idioma) “aquí tenéis el silencio de la puta bandera” y “hay que prenderle fuego a la puta bandera”. En los días previos, otros trabajadores habían expresado igualmente su rechazo a la bandera con expresiones como “la bandera no paga nuestras facturas”, pero nunca fueron procesados ​​por ello. Sin embargo, este sindicalista fue denunciado por el almirante jefe de la base militar y resultó condenado al pago de una multa de 1.260 euros por ultraje a la bandera nacional, conforme al artículo 543 del Código Penal español.

El asunto provocó una fuerte discusión en el seno de un Tribunal Constitucional dividido justo a la mitad. La dimisión de uno de los magistrados calificados como progresistas permitió que finalmente se adoptara por un voto de diferencia la decisión que niega protección constitucional al sindicalista.

Esencialmente, el Tribunal argumenta que las expresiones eran innecesarias para las reivindicaciones salariales y no guardaban relación con las mismas. En cuanto a la necesidad, es evidente que carece de sentido entender que la Constitución solo ampara a las frases necesarias para transmitir una idea. No le corresponde al Tribunal decidir la forma que cada uno considera más efectiva para la difusión de sus ideas. Con todo, el principal debate tiene que ver con la relación entre las frases cuestionadas y las reclamaciones de los sindicalistas. La mayoría del Tribunal entiende que no existe y ve los gritos como un ejercicio gratuito de desprecio a la bandera. Como no se quería expresar ninguna idea de relevancia pública, concluye que no hay libertad de expresión en juego.

Frente a ello, el fiscal ante el Tribunal Constitucional sí veía una clara conexión entre los gritos contra la bandera y el conflicto laboral: ve en ellos reproche a la administración militar por preocuparse más de la bandera que de solucionar la situación del personal de limpieza. Los cuatro votos particulares formulados (uno de ellos, de un magistrado que se autocalifica de “conservador bueno”, especialmente duro en el tono) coinciden con el fiscal. Alguno incluso destaca que si al final se alcanzó un acuerdo entre el almirante de la base y los trabajadores de la limpieza fue gracias a esos gritos que deslucían la ceremonia solemne. El hecho de que el sindicato fuera de ideología independentista también refuerza la idea de que se trataba de expresiones políticas, protegidas por ello constitucionalmente.

En realidad, la intención de la sentencia va mucho más allá de la cuestión de si los gritos eran o no expresión de una opinión política. El texto insiste en recalcar el valor de los símbolos y su finalidad representativa e identificativa, “que debe ejercerse con la mayor pureza y virtualidad”. Por eso toma en cuenta para su conclusión que las expresiones suponían un desprecio hacia la bandera con un mensaje beligerante contra los principios y valores que representa. Al mismo tiempo el Tribunal resalta el “intenso sentimiento de humillación” que sufren los militares y afirma que el deseo de que se queme la bandera implica la difusión de un sentimiento de intolerancia y exclusión hacia “todos aquellos ciudadanos que sienten la bandera como uno de sus símbolos de identidad nacional y propia ”. De ese modo le da valor jurídico a algo que no debe tenerlo, como son los sentimientos que la discrepancia causa en quien la escucha. Quizás te moleste oír que no comparto tus supersticiones o no respeto los mismos símbolos que tú, pero eso no puede ser un límite para la libertad de expresión. 

El fiscal sí veía una conexión entre los gritos contra la bandera y el conflicto laboral: el reproche a la administración militar por preocuparse más de la bandera que del personal de limpieza

La consecuencia es que, más allá del caso concreto, el Tribunal Constitucional quiere cerrar la puerta a la libre difusión de cualquier tipo de idea ofensiva hacia los símbolos nacionales. Como destacan los votos particulares, contradice definitivamente la tradicional declaración de que España no es una democracia militante e impone el respeto a sus símbolos, silenciando las críticas contra ellos.

Al hacerlo, nuestro Tribunal se aleja de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de derechos Humanos. Tanto la sentencia como los votos mencionan el caso Stern Taulats y Roura Capellera c. España en el que el TEDH resolvió que la quema de una imagen del rey de España durante una manifestación política quedaba protegido por la libertad de expresión. Mientras los jueces discrepantes enfatizan la similitud de ambos casos, el Tribunal se inventa que hay que distinguir entre las expresiones dirigidas contra una persona de relevancia pública como el rey, que está por ello sometida a la crítica y al escrutinio ciudadano de las expresiones ofensivas hacia un símbolo... que al parecer no puede criticarse ni menospreciarse.

En verdad, en el contexto europeo es frecuente que los códigos penales castiguen los actos ofensivos contra la bandera nacional. Incluso Francia introdujo un delito similar en julio de 2010 y su Consejo Constitucional aceptó limitar la libre expresión en actos públicos organizados por el Estado. Sin embargo, en la mayor parte de los casos, en la práctica solo se sancionan los ataques gratuitos al símbolo nacional, sobre todo actos de vandalismo.

En casi todos estos países se considera que  cuando se ataca la bandera con intención de expresar una posición política es un ejercicio de la libertad de expresión protegida por la Constitución. Es el caso, por ejemplo, de un panfleto antimilitarista que mostraba un collage de un soldado orinando sobre la bandera alemana. El Tribunal Constitucional alemán entendió que se trataba de un caso de libertad artística, básicamente porque su objetivo era denunciar la militarización de la vida pública en Alemania (BVerfGE 81, 278). En sus propias palabras, la protección de los símbolos no debe conducir a una inmunización del Estado contra las críticas o la desaprobación pública. 

Es cierto que algunos tribunales penales, por ejemplo en Italia, también han castigado actos políticos de expresión contra la bandera, sin embargo es inaudito que un Tribunal Constitucional se oponga tan frontalmente a la doctrina del tribunal europeo sobre el derecho a la libertad de expresión. Y ello pone de manifiesto el interés de algunos magistrados del Tribunal Constitucional en lanzar un mensaje contra quienes defienden que debe recuperar su antigua posición amplia a favor de esta libertad. 

Desgraciadamente, el contexto político se vuelve cada vez más relevante para entender las decisiones del Tribunal Constitucional español. En este caso, el fracaso del Parlamento para renovar a los jueces que llevan más de un año con su mandato expirado ha sido relevante. Esa renovación, que llevaría sin duda a la elección de nuevos magistrados, algunos de ellos necesariamente  más cercanos  a las posiciones ideológicas progresistas de la actual mayoría parlamentaria, habría llevado a una decisión diferente. 

El auge de las reivindicaciones independentistas de Cataluña y el protagonismo que ha adquirido la monarquía en el debate político también han influido de manera evidente en la decisión. Con seguridad hay una mayoría de magistrados constitucionales que considera que en estos momentos la protección de los símbolos nacionales contra la calumnia constituye un deber inexcusable. Parecen decididos a proteger la imagen del rey y reducir la dureza de las críticas hacia la institución, incluso a costa de reducir el margen disponible para la libre expresión. Al mismo tiempo, están sin duda influidos por la indignación de la derecha política española contra el público que frecuentemente silba el himno nacional o no respeta una bandera, cada vez más, patrimonio exclusivo de esa misma derecha. En este sentido, la sentencia parece mostrar el camino a seguir tanto a los numerosos magistrados ultraconservadores de nuestro sistema como a una futura mayoría parlamentaria derechista: un ordenamiento jurídico que reduzca el espacio para reivindicaciones y críticas de este tipo y, consecuentemente, menos tolerante con la disidencia.

La edad dorada de la libertad de expresión no ha existido nunca. Pero el derecho a disentir en público de los valores tradicionales cada día está en más grave riesgo en nuestro país.

sábado, 16 de enero de 2021

Una sentencia contra la libertad de información

Publicado en PÚBLICO el 16 de enero de 2021 


Tras el revuelo montado por la sentencia que condena a la Revista Contexto por vulnerar el honor de un popular actor, veo en el archivo de la revista que el 8 de junio de 2016 CTXT publicó una noticia con el titular Resines creó una empresa para explotar los Goya, en la que se daba cuenta de la polémica que ello había creado en el seno de la Academia del Cine de cara a una inminente asamblea.

Ante ello, los representantes del conocido actor enviaron un escrito a la revista en el que matizaban que la Academia es una entidad privada de por sí, que había procedido tan solo a crear una sociedad para la gestión de la gala conforme a lo que permite la ley y que no lo había ocultado a los miembros de la Academia pues pensaba explicarlo en la asamblea que se iba a celebrar. El escrito fue publicado por CTXT como réplica a su artículo, reproduciéndolo a continuación del mismo, tras modificar el titular para atender a las quejas del actor, que se mostró disconforme con la ubicación de la réplica pero no inició ninguna acción contra ello.

Sin embargo, puesto que en las redes sociales hubo quien entendió que la noticia acusaba a Resines de haberse enriquecido personalmente con la gestión de los Goya, el actor interpuso una querella contra los periodistas, acusándolos de un delito de injurias, pidiendo 600.000 euros de indemnización. Cuando la querella fue desestimada, demandó civilmente a la publicación, exigiendo 70.000 euros.
Hasta ahí nada que no sea la vida cotidiana de cualquier medio de comunicación cuyas informaciones molesten a personas poderosas de cualquier tipo. Cualquier periodista español sabe que la amenaza de una demanda forma parte de su día a día y pocos buenos periodistas se jubilan en España sin haber sido demandados alguna vez.

Viendo las circunstancias concretas de este caso, cualquier jurista experto en derecho de la información habría predicho que el señor Resines tenía muy poco que hacer. La publicación de información debidamente contrastada y relevante para la sociedad es una acción que goza de protección constitucional. Solo si no se ha producido debidamente  ese contraste y, por negligencia, se incluyen insidias o falsedades podrá entenderse que se ha lesionado el honor de las personas aludidas.

Estos días acaba de notificarse la sentencia judicial que resuelve el asunto y para sorpresa de todos no solo le da la razón al actor frente a los periodistas, sino que además los argumentos que utiliza y las consecuencias que extrae de ellos, más allá de un tremendo disparate jurídico, suponen un grave atentado a la libertad de información.

El asunto evidencia una vez más una cuestión cada día más preocupante: la falta de formación de los jueces españoles en materia de derechos fundamentales. Tenemos una judicatura muy bien preparada en cuestiones penales, civiles, procesales y laborales, pero cuyos conocimientos flaquean terriblemente en lo más importante de un ordenamiento jurídico democrático: los derechos de los ciudadanos.

La esencia de la democracia está en que todos los poderes del Estado, incluido el judicial, tienen un límite absoluto a su poder: los derechos de la ciudadanía, entendidos como un espacio inmune a cualquier ataque o privación. Sin embargo, nuestros jueces y tribunales a menudo los tratan como meros preceptos dispositivos u orientativos sin eficacia jurídica directa.

En este caso, la autora de la sentencia recurre a un manido truco que insulta la inteligencia del contribuyente: cuela once páginas, nada menos, de copia y pega de diversas sentencias, sin orden ni concierto alguno. A uno le queda la impresión de que está seguramente convencida de que ese exceso de verborrea puede confundir a algún lego y hacer pasar por derecho la serie de despropósitos que, sin ninguna relación con ello, endosa a continuación.

Comienza diciendo que "la noticia fue contrastada y era una noticia de interés general, no transmite ni rumores ni invenciones". Con esta premisa cualquier estudiante de periodismo que haya superado la asignatura obligatoria Derecho de la Información sabe que habría que concluir que era un ejercicio legítimo de la libertad de información amparado por la Constitución.

No opina igual la señora magistrada, que a continuación señala que sin embargo la noticia se redactó de manera insidiosa. Tal diferencia metafísica entre la noticia y su redacción es algo que se escapa hasta al filósofo más puntilloso, pero no a la sentencia, que además argumenta esa insidia: dice que Resines no creó una empresa privada "sino que fue constituida por la Academia que tenía el 99% de las participaciones y Resines el 1%". También señala que, al decir que el presidente de la Academia maneja los fondos de la misma, se sugiere que hay alguna maquinación. Con estos mimbres entiende que se trasladó al público el mensaje de que el actor se lucró a costa de los Goya y lo demuestra… el hecho de que un ciudadano respondió a la noticia con un tuit en el que insinuaba que el actor había metido la mano en la caja. Prodigioso invento de una responsabilidad basada en cómo te entiendan, no en lo que digas.

Todo este despropósito, resultando grotesco, tampoco sería tan grave. A diario hay jueces de primera instancia que, como en esta ocasión, juzgan los asuntos a la ligera, exponen argumentos contradictorios y condenan a quien no se lo merece. Nada que no se pueda arreglar con una apelación.

Sin embargo, el disparate jurídico de la decisión y lo que merece una reflexión profunda sobre la formación democrática de nuestro poder judicial es su fallo. La resolución se viene arriba. No se limita a exigir que se pague una indemnización, se retire la noticia y se publique la sentencia en dos periódicos de su elección, sino que embiste contra la esencia de la libertad de información.

Por un lado ordena que se publique una rectificación que el actor debe enviar en siete días. Eso es una barbaridad que si la dijera cualquiera de mis estudiantes implicaría un suspenso inmediato. En derecho español la publicación de una rectificación no depende de su veracidad, sino que es un procedimiento para garantizar el pluralismo: los medios tienen que publicar cualquier rectificación que reciban, aunque sea del todo falsa. Por ello solo puede enviarse justo tras la publicación y con los requisitos de una ley orgánica que esta jueza parece no haber leído en su vida, siquiera por encima. Una sentencia sobre si se lesionó o no el derecho al honor jamás puede abrir un plazo para enviar una rectificación sencillamente porque es ilegal y ese no es, ni mucho menos, el sentido de la institución.

Pero la sentencia no acaba ahí. En ese derroche de medidas contra los periodistas va más allá y establece una medida que solo puede calificarse de auténtica censura previa. Ordena a CTXT "abstenerse en la divulgación o publicación de cualquier información relacionada con la noticia". Es decir, que si mañana –dios no lo quiera– don Antonio Resines se suicida a causa de la noticia, el medio de comunicación no podría publicarlo. Si un juez lo condenara por apropiarse de fondos durante su etapa de presidente –cosa que me consta que no hizo– tampoco podría informar de ello. Literalmente ni siquiera podría informar de la polémica social creada por una sentencia tan disparatada; ni publicar este mismo artículo. Prohíbe cualquier información sobre un tema sin un examen de su contenido concreto. Simplemente no se puede hablar de ello, con independencia del valor constitucional de lo que se vaya a decir.

Durante cuatro siglos la lucha por la libertad de información ha sido una lucha contra la censura previa amparada bajo el dogma de que hasta que no se publica una noticia no se puede juzgar si lesiona o no derechos de otra persona. Todo eso se lo carga de un plumazo la sentencia.

No me cabe duda de que estas disposiciones van a ser anuladas en apelación. Pero ese no es el problema. El problema es que tenemos jueces ejerciendo capaces de dictar una sentencia que se salta a la torera la ley del derecho de rectificación o que prohíbe el ejercicio de la libertad de información en un tema concreto.

Los integrantes del poder judicial no están obligados a acertar en su valoración de los hechos que se les someten. Pueden ver una ofensa donde la mayoría vemos una información objetiva. Pero lo que no pueden, de ninguna manera, es ignorar la ley y saltársela. Y menos aún ignorar los derechos fundamentales y violarlos.

viernes, 4 de diciembre de 2020

Que se pudran en la cárcel

 Publicado en ARA el 4 de diciembre de 2020


La Constitución española sostiene que las penas privativas de libertad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social. Tras la dura experiencia de la dictadura, los optimistas constituyentes de 1978 soñaban con acabar con el uso de la cárcel como instrumento de represión.

En el ideal democrático radical la prisión es un mal menor. Su función esencial no es ni el castigo ni la venganza social, sino retirar de la sociedad a personas peligrosas para la colectividad mientras se consigue su recuperación.

En los tiempos que vivimos ese planteamiento se ha vuelto una ilusión inalcanzable. El populismo punitivo extendido por toda la sociedad lleva a unos y otras a reclamar constantemente penas más duras contra todos los delitos imaginables. La masa enfurecida ya no pide libertad sino que a la mínima grita ¡más cárcel!.

Según la ley, la duración efectiva de la privación de libertad depende de la evaluación individualizada que se haga de los progresos de cada interno

En medio de este afán de venganza la ley resiste como última garantía de la prisión constitucional. Cumplido un tiempo mínimo de condena, los reclusos tienen derecho a acceder a determinados beneficios penitenciarios que los preparen para la vida en sociedad. Según la ley, inspirada por los ideales humanistas impuestos por la Constitución, la duración efectiva de la privación de libertad depende de la evaluación individualizada que se haga de los progresos de cada interno.

Es lo que ordena la ley, por más que en la realidad la carencia de medios y recursos adecuados lleva con demasiada frecuencia al automatismo y a evaluaciones demasiado superficiales.

Estos días, sin embargo, el Tribunal Supremo parece decidido a terminar de una vez con todas con el optimismo democrático de la Constitución. Y, como en tantas ocasiones, la excusa son los independentistas catalanes.

La sentencia del Procés, dictada en un contexto politizado, condenó a penas desproporcionadamente duras a líderes sociales y políticos. Lo hizo, sin posibilidad de apelación e incluso a costa de inventarse un delito hasta entonces inexistente. El Tribunal Supremo apenas intentó disimular la intención predeterminada de defender el principio de la unidad de España castigando severamente a quienes más hubieran sobresalido como líderes secesionistas.

Ahora, al suspender los beneficios penitenciarios de los condenados, viene a ratificar que su objetivo es la venganza y el escarmiento. Los Autos que tumban las medidas que las juntas de tratamiento penitenciario y algunos jueces de vigilancia habían acordado para suavizar la prisión y favorecer la reinserción de los condenados desprecian el ideal constitucional.

Básicamente, el Supremo los motiva con dos argumentos.

Por un lado dice que el programa de reinserción solo es válido si se conecta con el delito de sedición. Es decir, que las prisiones deben reeducar a los independentistas para que dejen de querer convocar manifestaciones y consultas populares.

Sostiene el Supremo que eso no va contra su ideología, puesto que hay un independentista en el Gobierno de la Generalitat. Como si la ideología protegida constitucionalmente fuera tan solo la de votar por un partido u otro y no fuera ideología la movilización social, el derecho a decidir o incluso la desobediencia civil.

No contento con eso, sostiene el Tribunal Supremo, en sus Autos y en la nota de prensa que todos los medios han llevado a sus titulares, que los beneficios son prematuros. La ley no fija un tiempo mínimo para estos beneficios. No se conceden por la cantidad de tiempo cumplido sino por las posibilidades de resocialización. Incluso en el caso de los presos que ya han cumplido la cuarta parte de su condena, que es el tiempo usualmente exigido para acceder al tercer grado, al Supremo le parece prematuro.

Para el Supremo, en contra de lo que dicen la Constitución y las leyes, lo importante es que estos presos pasen tiempo suficiente en la cárcel. Los mandó a prisión para castigarlos y no va a permitir que una concepción democrática o constitucional de la prisión frustre su acto de venganza.

Este empeño por castigar a los independentistas catalanes a toda costa empieza a tener un coste inasumible para la democracia española. El Tribunal Supremo, politizado y obnubilado por su afán justiciero, sigue forzando las costuras del sistema democrático.

En algún momento de su deriva, el máximo órgano judicial español ha olvidado que es más importante vivir en una democracia constitucional que mantener la integridad territorial del Estado.

Vivimos horas tristes en las que la principal amenaza al Estado de Derecho son, precisamente,
algunos jueces.

lunes, 26 de octubre de 2020

CUANDO LOS JUECES SON JUECES Y NO POLÍTICOS

 Publicado en ARA el 26 de octubre de 2020



La Audiencia Nacional acaba de absolver al mayor Trapero y la cúpula de los mossos por los sucesos  en torno al 1 de octubre. Se trata de una sentencia importantísima. Los jueces van mucho más allá de excluir cualquier colaboración de los acusados y de la policía autonómica en los actos de aquellos días y vienen a presentarnos un relato de los hechos significativamente diferente del que aparece en la sentencia del Tribunal Supremo que condenó a durísimas penas de prisión a los dirigentes del proces. 

Por si fuera poco, lo hace con una sentencia llena de lógica jurídica, extraordinariamente bien argumentada y muy bien construida. Cada afirmación se sustenta en pruebas concretas, analizadas con frialdad y precisión jurídica para llegar a conclusiones que desmontan uno por uno todas las peticiones de la acusación.

Así, la Audiencia descarta que la dirección de la policía autonómica catalana se hubiera puesto de acuerdo con quienes lideraban el proceso independentista. No entra a juzgar en si hubo un contubernio en que los presidentes de la Generalitat y del Parlament, junto con algunos consejeros y líderes sociales planearan un movimiento sedicioso para separar por la fuerza a Cataluña de España. Pero deja claro que no basta con un puñado de reuniones de trabajo, encuentros fortuitos y conversaciones telefónicas para probar jurídicamente esa conspiración que constituye la base fáctica de las enormes condenas que mantienen en la cárcel o el exilio a los líderes independentistas.

En este punto, la decisión que ahora se conoce -al contrario que la del Tribunal Supremo-  evita juzgar la supuesta actitud o la voluntad que se le atribuye a los acusados y se centra exclusivamente en los hechos que protagonizaron. Como haría cualquier juez independiente, los magistrados de la Audiencia nacional, no atribuyen ninguna consecuencia jurídica al hecho de que el mayor Trapero defendiera con vehemencia las competencias y la autonomía de los mossos frente a las órdenes del fiscal y la Guardia Civil. No ve indicios sedicientes en que puestos a negociar con una masa concentrada espontáneamente, la policía abriera un canal de comunicación con uno de sus líderes, aunque este fuera Jordi Sánchez. Tampoco criminaliza que los órganos directivos de una policía autonómica se reúnan con los responsables políticos del cuerpo y los mantengan informados de asuntos de su competencia. Ni siquiera que entre los centenares de miles de matrículas de vehículos identificadas esos días hubiera algunos centenares pertenecientes a vehículos camuflados de la policía nacional o la guardia civil. Todo ello, tan evidentemente intrascendente, constituía la base de una acusación absurda, pero desgraciadamente peligrosa en los tiempos que corren.

La segunda reflexión importante contenido en la decisión judicial en cuestión tiene que ver con el uso de la fuerza por parte de la policía. Tanto en las concentraciones del 20 de septiembre ante las conselleries de la Generalitat como, sobre todo, el 1 de octubre durante la celebración del referéndum. En este punto se evidencia que la historia seguramente no era cómo nos la habían contado. El Auto judicial que exhortaba a la policía a actuar contenía un mandato específico relacionado con los locales que se iban a utilizar como centros de votación, pero hacía la salvedad de que las medidas no deberían afectar a la normal convivencia ciudadana. Ahora queda demostrado que la propia Magistrada que lo dictó exhortó a los tres cuerpos policiales responsables a tener prudencia y actuar con paciencia y contención. Algo que sólo cumplieron los mossos. Según narra la sentencia, los análisis de información de los tres cuerpos policiales coincidían en que habría una movilización masiva -de unos dos millones de personas, que implicaría a individuos de todas las edades y a grupos familiares- y tendría un carácter pacífico, con formas de resistencia pacífica ante la actuación policial.

En ese contexto, la opción de evitar la fuerza bruta era la más razonable. No sólo no suponía una desobediencia, sino que -como recuerda la sentencia- estaba en plena coincidencia con las exigencias del tribunal Europeo de Derechos Humanos que acaba de condenar a España por disolver de manera violenta una concentración pacífica. Por ello, concluye la Audiencia Nacional que la  prudencia  ante  una  situación  tan  extraordinaria,  aunque  posibilitara  la  celebración del referéndum ilegal y favoreciera la estrategia independentista, no puede ser considerada como una cooperación a la sedición o como una desobediencia a los mandatos judiciales.

La realidad que muestran los magistrados va mucha más allá, aunque ellos no lo digan.  Las mismas exigencias internacionales aconsejaban a la policía nacional y la guardia civil una contención similar. Sale así a la luz que la decisión de reprimir violentamente a una multitud pacífica en más de sesenta colegios no respondía a un mandato judicial sino que fue una decisión política y policial de las autoridades españolas.

Al ir leyendo esta sentencia ponderada y argumentada al detalle es difícil no sufrir un escalofrío pensando en aquella otra que condenó a durísimas penas de cárcel a los líderes independentistas. No se trata de que haya una discrepancia jurídica sobre la interpretación de los mismos hechos. El análisis minucioso de las prueba que se realiza ahora contrasta con la burda argumentación del Tribunal Supremo sustentada esencialmente en asunciones sin demostrar sobre la intención de los condenados. El examen judicial objetivo y desprovisto de prejuicios presenta una historia de los hechos de aquellos días muy diferente, en la que no hubo un plan organizado para intentar la secesión utilizando la fuerza y sí actos gratuitos de violencia por parte de la policía española, contrarios a los derechos fundamentales.

Esta sentencia puede ser revisada por el mismo Tribunal Supremo que dictó la otra. De nuevo tiene la última palabra ese Tribunal producto de un sistema al que los propios jueces acusan de corrupto y politizado. Los magistrados del Supremo no llegan a serlo por méritos propios, sino que son nombrados por un órgano político dependiente de los partidos políticos. Quizás no sea casualidad que en sus sentencias el relato del 1 de octubre sea tan diferente del que cuentan las pruebas puestas ahora en evidencia  por un par de magistrados valientes.  Han actuado como jueces, no como políticos.

jueves, 24 de septiembre de 2020

El rey que no amaba a la monarquía

 Publicado en CTXT el 24 de septiembre de 2020


Jurídicamente, el rey es un no-poder. No tiene voluntad propia, más allá de la gestión de su casa y su patrimonio. Políticamente su única función es dejarse hacer. En nuestra norma suprema tiene un estatus de símbolo; parecido al de la bandera. Su papel público no es muy diferente al de una imagen de madera que se paseara para invocar a la lluvia o agradecer el final de un terremoto. Eso es lo que dice la Constitución.

Sociológicamente, sin embargo, el rey es la conexión con los poderes fácticos que controlaban el país a finales del franquismo. Al rey se le mete en la Constitución como garantía de continuidad que tranquiliza a los poderes económicos tanto como a la Iglesia o el Ejército. En el proceso constituyente, esos poderes lucharon por otorgarle unas facultades de mediación que le hubieran permitido tener control sobre el Gobierno y el Parlamento. Afortunadamente, se impuso la razón y en el texto final de la Constitución aparece desprovisto absolutamente de cualquier facultad de decisión. Sin embargo, la carga simbólica como representante de la constitución material del país nunca la pierde.

¿Tenemos ya un sistema político lo bastante fuerte como para que las normas jurídicas se impongan por encima de los poderes fácticos? Las acciones del monarca son siempre un buen termómetro de ello.

En octubre de 2017 el rey Felipe tuvo la intervención más desafortunada de todo su reinado. Presionado por esos poderes fácticos impuso su voluntad a la del Gobierno de Rajoy y forzó un discurso belicoso en el que se presentaba sólo como el monarca de quienes no votan al independentismo.

No se sabe si ese día decidió que ya se había quitado la careta o, tras aquello, las presiones de “los suyos” han ido en aumento, pero lo cierto es que desde entonces los actos del rey parecen guiados por una voluntad irredenta de acabar con la monarquía.

La pésima gestión de los escándalos de corrupción del rey honorario, ahora huido en el golfo Pérsico, se ha combinado con los continuos desplantes al Gobierno progresista de una Casa Real que se siente cómoda en manos de la ultraderecha. Hace poco, con ocasión del homenaje a las víctimas de la covid, no tuvo reparos en atacar al Gobierno por su homenaje civil y apostar con descaro por la ceremonia organizada por el sector más radical de la Iglesia católica.

Estos días el entorno del rey vuelve a cargar contra una decisión del Gobierno: no se ha cortado en transmitir a la opinión pública el deseo del monarca de asistir a una entrega de despachos judiciales en Cataluña a la que el Gobierno había decidido que no fuera.


Constitucionalmente, el rey no tiene más voluntad que la del gobierno democráticamente elegido en cada momento. Es el gobierno, que encarna la voluntad popular, quien tiene la facultad de dirigir políticamente a la sociedad. Solamente el gobierno salido de las urnas puede valorar la oportunidad o no de la presencia del rey en uno u otro acto. Para garantizarlo, la Constitución establece en su artículo 56 la nulidad de cualquier acto del rey que no cuente con el refrendo gubernamental.

Felipe VI parece que no está contento con este sometimiento a los poderes democráticos electos. Maniobra con descaro en apoyo de las tesis más conservadoras minando deliberadamente la autoridad del Gobierno.

En una actuación inédita en cualquier monarquía parlamentaria, el propio monarca ha azuzado a la judicatura y la derecha política contra el Gobierno. Reivindica con ellos que su papel está en Cataluña, apoyando a un poder judicial cada vez menos imparcial en su lucha contra el independentismo. Así, nuevamente, quiere imponer su posición política conservadora sobre las decisiones del Gobierno progresista.

Es absurdo pensar que nadie haya advertido al monarca de los peligros para su institución que conlleva este desafío. Al confrontar al Gobierno, Felipe VI no sólo se echa en manos de la España más reaccionaria, sino que rompe brutalmente con el papel constitucional del rey. Si lo hace es porque está convencido de que ya se ha roto la baraja. La única explicación lógica es que actúa pensando ya en una ruptura constitucional en la que la izquierda plantee la solución republicana. Parece creer que le conviene más recabar nuevamente los apoyos del Ejército, la Iglesia, los jueces y la ultraderecha agresiva para imponer de nuevo la corona en un escenario de conflicto. Así que se salta las reglas del juego.

Se equivoca. La monarquía parlamentaria es un sistema democráticamente aceptable, pero sólo si quien la ejerce se somete a los poderes democráticamente elegidos. Con su soberbia, sus inclinaciones derechistas y sus ataques al Gobierno, Felipe VI está haciendo más que nadie para acabar con la monarquía. Tal vez sea un irresponsable o tal vez simplemente añore el exilio.

PROTEGIENDO EL HONOR DE LA PUTA BANDERA

  Publicado en CTXT, el 19 de diciembre de 2021 En una controvertida sentencia del 15 de diciembre de 2020, publicada solo un mes después, e...